Durante mucho tiempo mi
madre conservaba un viejo jarrón de cristal en casa.
Lo tenía situado en un
lugar destacado del mueble del comedor. Al limpiarlo lo hacía con mucho cuidado
sosteniéndolo con una mano mientras con la otra repasaba una y otra vez con la
bayeta hasta que no quedara ni una sola mota de polvo.
Estaba hecho de un
cristal fino y transparente y tenía unos grabados de florecitas en su cuerpo. Lo
recuerdo porque me llamaba mucho la atención por aquel entonces. Apenas tendría
seis o siete años y me preguntaba cómo podían haber hecho ese tatuaje en un
cristal tan fino.
Un día vino la hermana de mi madre y trajo unas flores. Mi tía era bastante nerviosa y
decidida, un poco mandona. Tomo la decisión de colocar las flores en el jarrón,
a mi me pareció que a mi madre no le gustaba mucho la idea pero aun así tomo el
jarrón en su manos. De pronto al colocar las flores el jarrón resbalo y fue a chocar
contra el suelo con un ruido de repiqueteo de campanillas rompiéndose en miles
de pequeños trocitos. Mi madre lo contemplo con estupor y mi tía ya no volvió a
comportarse de la misma forma. Todos en casa tuvimos la sensación que aquella
rotura del jarrón había sido algo importante para mi madre y que iba a ser difícil
poder reemplazarlo.
Han pasado muchos años y
durante todo este tiempo me he dado cuenta que ponemos jarrones de cristal
antiguo en lugares importantes de nuestra vida. Jarrones que a menudo están al
alcance de los demás y si no somos capaces de preservarlos, es posible que más
adelante tengamos que lamentar su pérdida.
Cuando comenzamos una discusión con nuestra pareja, si no ponemos cuidado es posible que algo importante se rompa. A veces palabras que no queremos decir se escapan de nuestra boca, gestos mas o menos procaces, reproches... De pronto el tintineo de los cristales rotos nos volverá a la realidad y entonces algo que no se puede pegar ni disimular se habrá roto.